domingo, 21 de julio de 2013

Señor, ¿quién puede residir en tu santuario?

Érase una vez un hombre llamado Adán, que vivía inmerso en todo lo que llamamos mundano, es decir, vivía por vivir, iba de juerga en juerga, tomaba hasta no poder, consumía todo tipo de alucinógenos, maltrataba a la gente, vivía en promiscuidad, etcétera, etcétera, etcétera. Pero llegó el día en que se sintío vacío y sin rumbo, como si la alegría que sentía se hubiese desvanecido por arte de magia, y sentía la angustia de la muerte, de la verdadera muerte. En eso, llegó la Mujer, se sentó junto a él y empezó a cantarle el Salmo 15: 

Señor,
¿quién puede residir en tu santuario?,
¿quién puede habitar en tu santo monte?
Sólo el que vive sin tacha y practica la justicia;
el que dice la verdad de todo corazón;
el que no habla mal de nadie;
el que no hace daño a su amigo
ni ofende a su vecino;
el que mira con desprecio a quien desprecio merece,
pero honra a quien honra al Señor;
el que cumple sus promesas aunque le vaya mal;
el que presta su dinero sin exigir intereses;
el que no acepta soborno en contra del inocente.
El que así vive, jamás caerá.


Ni bien terminó de cantar, Adán se echó a llorar. La Mujer lo abrazó con una ternura maternal indescriptible. Lo tomó de la mano y, lo demás es historia...

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